Alguien me dijo que no
importa lo que sucede sino la actitud que tenemos ante lo que nos sucede.
Atravesamos diariamente situaciones que nos ponen en
encrucijadas: hay que decidir si seguir caminando ó detenernos un instante. Si abrir las
puertas ó cerrarlas.
La decisión nos hace artífices de nuestra experiencia, que
por cierto es intransferible. Es difícil que gente de nuestro entorno pueda
sentir lo que disfrutamos ó padecemos, ciertamente porque cada ser es único.
Podemos hacer el esfuerzo, e intentar querer caminar en los
zapatos ajenos, pero solo es un intento, solo eso. Percibimos lo que sienten
los demás a través de nuestros ojos. Ojos sesgados por prejuicios, mandatos y
culpa.
Por momentos nos acercamos, nos compadecemos y establecemos
diálogos de una profundidad almica. Nos aproximamos cómo los planetas al sol, y
palpamos su abrasador contacto, pero el dolor de su calor nos aleja rápidamente
y volvemos al punto de partida.
La unión, el encuentro, el compartir acerca puntos distantes cuya columna vertebral
es el Amor. La única forma de borrar fronteras y diferencias, de disipar los
enojos: es el amor.
Es lo que permite que los vínculos se sostengan en el tiempo,
crezcan, se transformen. No es en la falta de dificultades que se templan las
relaciones, sino en ellas es que se ponen
en juego la profundidad de aquello que nos ha unido.
Es la afrenta lo que revela lo que a los ojos no siempre se
ve. Cómo dice el Principito “lo esencial es invisible a los ojos” y muchas
veces justamente por no ser tan evidente se nos escapa de los dedos.
Juan Alberto Badía en una entrevista antes de morir decía que
si alguien te ama y si has amado a alguien, tu vida había valió la pena.
Quizás eso sea lo importante: Amar, como dice Facundo Cabral
hasta convertirse en lo amado y tal vez así: descubriríamos que no hay que morir para conocer el paraíso.
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